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PROPONE PEREIRA - J. CORTÁZAR, UN PEQUEÑO PARAÍSO

ES/IT/EN

English translation by Francesco Zevio



J. Cortázar, 1914 - 1984


UN PEQUEÑO PARAÍSO



Las formas de la felicidad son muy variadas, y no debe extrañar que los habitantes del país que gobierna el general Orangu se consideren dichosos a partir del día en que tienen la sangre llena de pescaditos de oro.

De hecho los pescaditos no son de oro sino simplemente dorados, pero basta verlos para que sus resplandecientes brincos se traduzcan de inmediato en una urgente ansiedad de posesión. Bien lo sabía el gobierno cuando un naturalista capturó los primeros ejemplares, que se reprodujeron velozmente en un cultivo propicio. Técnicamente conocido por Z-8, el pescadito de oro es sumamente pequeño, a tal punto que si fuera posible imaginar una gallina del tamaño de una mosca, el pescadito de oro tendría el tamaño de esa gallina. Por eso resulta muy simple incorporarlos al torrente sanguíneo de los habitantes en la época en que éstos cumplen los dieciocho años; la ley fija esa edad y el procedimiento técnico correspondiente.

Es así que cada joven del país espera ansioso el día en que le será dado ingresar en uno de los centros de implantación, y su familia lo rodea con la alegría que acompaña siempre a las grandes ceremonias. Una vena del brazo es conectada a un tubo que baja de un frasco transparente lleno de suero fisiológico, en el cual llegado el momento se introducen veinte pescaditos de oro. La familia y el beneficiado pueden admirar largamente los cabrilleos y las evoluciones de los pescaditos de oro en el frasco de cristal, hasta que uno tras otro son absorbidos por el tubo, descienden inmóviles y acaso un poco azorados como otras tantas gotas de luz, y desaparecen en la vena. Media hora más tarde el

ciudadano posee su número completo de pescaditos de oro y se retira para festejar largamente su acceso a la felicidad.

Bien mirado, los habitantes son dichosos por imaginación más que por contacto directo con la realidad. Aunque ya no pueden verlos, cada uno sabe que los pescaditos de oro recorren el gran árbol de sus arterias y sus venas, y antes de dormirse les parece asistir en la concavidad de sus párpados al ir y venir de las centellas relucientes, más doradas que nunca contra el fondo rojo de los ríos y los arroyos por donde se deslizan. Lo que más los fascina es la noción de que los veinte pescaditos de oro no tardan en multiplicarse, y así los imaginan innumerables y radiantes en todas partes, resbalando bajo la frente, llegando a las extremidades de los dedos, concentrándose en las grandes arterias femorales, en la yugular, o escurriéndose agilísimos en las zonas más estrechas y secretas. El paso periódico por el corazón constituye la imagen más deliciosa de esta visión interior, pues ahí los pescaditos de oro han de encontrar toboganes, lagos y cascadas para sus juegos y concilios, y es seguramente en ese gran puerto rumoroso donde se reconocen, se eligen y se aparean. Cuando los muchachos y las muchachas se enamoran, lo hacen convencidos de que también en sus corazones algún pescadito de oro ha encontrado su pareja. Incluso ciertos cosquilleos incitantes son inmediatamente atribuidos al acoplamiento de los pescaditos de oro en las zonas interesadas. Los ritmos esenciales de la vida se corresponden así por fuera y por dentro; sería difícil imaginar una felicidad más armoniosa.

El único obstáculo a este cuadro lo constituye periódicamente la muerte de alguno de los pescaditos de oro. Longevos, llega sin embargo el día en que uno de ellos perece, y su cuerpo, arrastrado por el flujo sanguíneo, termina por obstruir el pasaje de una arteria a una vena o de una vena a un vaso. Los habitantes conocen los síntomas, por lo demás muy simples: la respiración se vuelve dificultosa y a veces se sienten vértigos. En ese caso se procede a utilizar una de las ampollas inyectables que cada cual almacena en su casa. A los pocos minutos el producto desintegra el cuerpo del pescadito muerto y la circulación vuelve a ser normal. Según las previsiones del gobierno, cada habitante está llamado a utilizar dos o tres ampollas por mes, puesto que los pescaditos de oro se han reproducido enormemente y su índice de mortalidad tiende a subir con el tiempo.

El gobierno del general Orangu ha fijado el precio de cada ampolla en un equivalente de veinte dólares, lo que supone un ingreso anual de varios millones; si para los observadores extranjeros esto equivale a un pesado impuesto, los habitantes jamás lo han entendido así, pues cada ampolla los devuelve a la felicidad y es justo que paguen por ella. Cuando se trata de familias sin recursos, cosa muy habitual, el gobierno les facilita las ampollas a crédito, cobrándoles como es lógico el doble de su precio al contado. Si aún así hay quienes carecen de ampollas, queda el recurso de acudir a un próspero mercado negro que el gobierno, comprensivo y bondadoso, deja florecer para mayor dicha de su pueblo y de algunos coroneles. ¿Qué importa la miseria, después de todo, cuando se sabe que cada uno tiene sus pescaditos de oro, y que pronto llegará el día en que una nueva generación los

recibirá a su vez y habrá fiestas y habrá cantos y habrá bailes?


Un tal Lucas, J. Cortázar


 

UN PICCOLO PARADISO



Molteplici sono le forme della felicità, e non deve stupire che gli abitanti del paese governato dal generale Orangu si considerino paghi a partire dal giorno in cui hanno il sangue carico di pesciolini d’oro.

In realtà i pesciolini non sono proprio d’oro ma solamente dorati, tuttavia è sufficiente vederli perché i loro sfavillanti guizzi suscitino all’istante un’urgente brama di possesso. Lo sapeva bene il governo, quando un naturalista catturò i primi esemplari che si riprodussero velocemente in una coltura propizia. Scientificamente conosciuto come Z-8, il pesciolino d’oro è estremamente piccolo, a tal punto che se si potesse immaginare una gallina delle dimensioni di una mosca, il pesciolino d’oro avrebbe le dimensioni di quella gallina. Ne consegue che sia facilissimo incorporarli al flusso sanguigno degli abitanti all’epoca in cui questi compiono i diciott’anni di età: è la legge a sancire tale età e a prescrivere il relativo procedimento tecnico.

Sicché ogni giovane del paese attende con ansia il giorno in cui gli sarà dato di fare il suo ingresso in uno dei centri di inoculazione, avvenimento cui la sua famiglia tutta partecipa con l’allegria che contraddistingue sempre le grandi cerimonie. Si collega una vena del braccio a un tubo immerso in un’ampolla contenente siero fisiologico in cui, al momento dato, si introducono venti pesciolini d’oro. La famiglia e il beneficiato possono ammirare a lungo i mareggi e le evoluzioni dei pesciolini d’oro nell’ampolla di vetro, finché uno dopo l’altro non vengono risucchiati dal tubo, discendono immobili e sfavillanti come altrettante gocce di luce, es compaiono nella vena. Mezz’ora dopo il cittadino possiede il suo numero completo di pesciolini d’oro e viene dimesso per andare a festeggiare il suo ingresso nella felicità.

A guardar bene, gli abitanti sono felici più per immaginazione che per contatto diretto con la realtà. Sebbene non riescano più a vederli, tutti sanno che i pesciolini d’oro percorrono il grande albero delle loro arterie e delle loro vene, e prima di addormentarsi sembra loro di assistere dalla concavità delle palpebre all’andirivieni delle faville lucenti, più dorate che mai contro lo sfondo rosso dei fiumi e dei torrenti in cui scorrono. Ciò che più gli affascina è l’idea che i venti pesciolini d’oro non tardino a moltiplicarsi, sicché li immaginano innumerevoli e raggianti ovunque, mentre scivolano sotto la fronte, giungono alle stremità delle dita, si concentrano nelle grandi arterie femorali, nella giugulare, o confluiscono agilissimi nelle zone più anguste e recondite. Il periodico passaggio per il cuore rappresenta l’immagine più deliziosa di questa visione interiore, perché i pesciolini d’oro devono trovare scivoli, laghi e cascate per i propri giochi e raduni, ed è sicuramente in questo gran porto rumoroso dove si riconoscono, si scelgono e si accoppiano. Quando i ragazzi e le ragazze si innamorano, lo fanno convinti che anche nei loro cuori qualche pesciolino d’oro abbia trovato il proprio compagno o compagna, Addirittura, certi eccitanti pruriti vengono immediatamente attribuiti all’accoppiamento dei pesciolini d’oro nelle zone interessate. I ritmi essenziali della vita hanno, così, una corrispondenza interna ed esterna, sicché sarebbe difficile immaginare una felicità più armoniosa.

L’unico ostacolo in tale quadro è costituito, periodicamente, dalla morte di qualche pesciolino d’oro. Generalmente longevi, arriva tuttavia il giorno in cui uno di loro perisce, e il suo corpo, trascinato dal flusso sanguigno, finisce per ostruire il condotto fra un’arteria e una vena o fra una vena e un vaso. Gli abitanti ne conoscono i sintomi, per lo più molto semplici: la respirazione diventa affannosa e si prova talvolta un senso di vertigine. In tal caso si procede utilizzando una delle fiale iniettabili che chiunque tiene di riserva in casa, In pochi minuti il prodotto disintegra il corpo del pesciolino morto e la circolazione ritorna alla normalità. Secondo le previsioni del governo, ogni abitante è chiamato a utilizzare due o tre fiale al mese, visto che i pesciolini d’oro si sono riprodotti enormemente e il loro indice di mortalità tende ad aumentare col passare del tempo.

Il governo del generale Orangu ha fissato il prezzo di ogni fiala all’equivalente di venti dollari, il che comporta un’entrata annuale di svariati milioni; se per gli osservatori stranieri ciò equivale a una gravosa imposta, gli abitanti non l’hanno mai intesa in questo modo, visto che ogni fiala li restituisce alla felicità ed è normale pagare il giusto prezzo. Quando si tratta di famiglie con scarsi mezzi, cosa abbastanza diffusa, il governo fornisce le fiale a credito, facendo pagare, com’è logico, il doppio del prezzo di listino. Se però anche così c’è chi accusala carenza di fiale, rimane sempre l’espediente di rivolgersi a un florido mercato nero che il governo, comprensivo e indulgente, lascia prosperare con grande gioia del suo popolo e di alcuni colonnelli. Che importanza può avere, in fin dei conti, la miseria, quando si sa che ognuno possiede i propri pesciolini d’oro, e che presto arriverà il giorno in cui una nuova generazione li riceverà a sua volta e ci saranno feste e canti e balli?


Estratto da Un tal Lucas, J. Cortázar

Translation by Vittoria Martinetto


 

A LITTLE PARADISE



There are many forms of happiness, and it should come as no surprise that the inhabitants of the country ruled by General Orangu consider themselves to be satisfied from the day they have goldfishes swimming in their blood.

Actually the fishes are not really golden but only gilded… however, it is enough to see them and their sparkling flashes that an urgent desire for possession instantly arise. The government was well aware of this since the day a naturalist captured the first specimens that quickly reproduced in a favourable culture. Scientifically known as Z-8, the goldfish is extremely small, to the point that if you could imagine a hen the size of a fly, the goldfish would be the size of that hen. This is why it is very easy to incorporate them into the bloodstream of the citizens as they turn eighteen: it is the law that sanctions this age and prescribes the corresponding technical procedure.

So every young man in the village anxiously awaits the day when he will be given the opportunity to enter one of the inoculation centres, an event in which his entire family participates with the joy which is proper to great ceremonies. An arm's vein is connected to a tube immersed in an ampoule containing physiological serum into which, at the given moment, twenty goldfishes are introduced. The family and the beneficiary can admire for a long time the tides and the evolutions of the goldfishes in the glass ampoule, until one after the other they are sucked by the tube, they descend motionless and sparkling like drops of light, and finally appear in the vein. Half an hour later the citizen possesses his full number of goldfishes and is discharged to go and celebrate his entrance into happiness.

On closer inspection, the citizens are happy more by imagination than by direct contact with reality. Although they can no longer see them, they all know that the little goldfishes run through the great tree of their arteries and veins, and before they fall asleep they seem to witness from the hollow of their eyelids the comings and goings of the shining sparks, more golden than ever against the red background of the rivers and streams in which they flow. What fascinates them the most is the idea that the twenty little goldfishes do not take long to multiply: so they imagine them countless and radiant everywhere, as they slip under the forehead, reach the extremities of the fingers, concentrate in the great femoral arteries, in the jugular, or flow nimbly into the narrowest and most hidden areas. The periodic passage through the heart is the most delightful image of this inner vision, because the golden fish must find chutes, lakes and waterfalls for their games and gatherings, and it is surely in this great noisy harbour where they recognize, choose and mate. When boys and girls fall in love, they do so in the belief that in their hearts too, some goldfishes have found their mate. Indeed, certain exciting itches are immediately attributed to the mating of goldfish in the concerned areas. The essential rhythms of life thus have an internal and external correspondence, so that it would be difficult to imagine a more harmonious happiness.

The only obstacle in this picture is the periodical death of some goldfishes. Generally long-lived, however, the day comes when one of them perishes, and its body, dragged by the blood flow, ends up obstructing the conduit between an artery and a vein or between a vein and a vessel. The citizens know the symptoms, which are mostly very simple: breathing becomes laboured and it sometimes causes a sense of dizziness. In this case, they proceed using one of the injectable vials that everyone keeps in reserve at home. In a few minutes, the product disintegrates the body of the dead fish and circulation returns to normality. According to the government's forecasts, each inhabitant is expected to use two or three vials per month, since the goldfish have reproduced enormously and their mortality rate tends to increase over time.

General Orangu’s government has set the price of each vial at the equivalent of twenty dollars, which means an annual income of several million. While foreign observers consider this to be a heavy tax, the inhabitants have never interpreted it that way, since each vial returns them back to happiness and it is normal to pay the right price. When it comes to families with limited means, which is quite common, the government provides the vials on credit charging (it is logical) the double of the list price. If, however, even then there are those who accuse the shortage of vials, there is always the expedient of turning to a thriving black market that the government, sympathetic and indulgent, allows to flourish to the great joy of its people and of some colonels. What importance can misery have, after all, when we know that everyone has its own goldfishes, and that soon the day will come when a new generation will receive them in turn and there will be parties and songs and dances?


Un tal Lucas, J. Cortázar

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